ALGUNAS HISTORIAS QUE
NOS RECUERDAN LO FRAGILES QUE SOMOS , LO DIFICIL DE LA EVOLUCIÓN DE LA SANIDAD,
LOS RIESGOS DE HACER ESTAS COSAS COMERCIALES.
Recién en 1796, Edward Jenner, un inglés,
aplicó la primera vacuna contra la
viruela. La viruela era endémica y mataba a una quinta parte de los
contagiados. El genio de Jenner fue ver que los que ordeñaban vacas,
adquirían una enfermedad inocua, con granitos en las manos y poco más. Observó,
también, que después esta gente no se contagiaba de viruela.
Su idea fue simplemente frotar el pus de los
granos en gente sana, para que adquirieran tanto la enfermedad inocua, como la
inmunidad a la viruela mortal. Por su origen vacuno, el método se bautizó
“vacunación”. Jenner mismo eligió el nombre, en inglés,
“vaccination”. No deriva del nombre inglés de la vaca, sino del nombre latino
“vacca”. Para los ingleses de la época, el latín era elegante y
“científico”.
Jenner no estaba solo, otros tuvieron ideas
parecidas, pero él fue de los más decididos defensores del método. Le tenía fe
y para demostrarlo vacunó a sus hijos. Ya que no existían vacunas, nadie había
desarrollado salvaguardas para probarlas.
De hecho, no se sabía cuál era el mecanismo de
la inmunidad, tampoco se conocía el agente de trasmisión, por lo que la primera
vacuna se encontró en forma puramente empírica.
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. Esta mujer llegó
llorando al laboratorio, conduciendo de la mano a su hijo José, de nueve años,
al que, dos días antes, un pero rabioso había mordido en catorce sitios
diferentes de su cuerpo, el niño se encontraba en un estado lamentable, un puro
quejido, casi no podía andar.
—Salve usted a mi
hijo, M. Pasteur— rogaba insistentemente aquella madre.
Pasteur le dijo que
volviera aquella misma tarde a las cinco, y entretanto fue a ver a dos médicos,
Vulpian y Grancher. grandes admiradores suyos, que habían estado en el
laboratorio y sido testigos del modo perfecto cómo Pasteur podía preservar de
la rabia a los perros gravemente mordidos. Por la tarde fueron al laboratorio
para examinar al niño mordido, y al ver Vulpian las sangrientas desgarraduras,
instó a Pasteur a que diera principio a la inoculación:
—Empiece usted
—dijo Vulpian—. Si no hace usted algo, es casi seguro que el niño muera.
Y en aquella tarde
del 6 de julio de 1885, fue hecha a un ser humano la primera inyección de
microbios atenuados, de hidrofobia: después, día tras día, el niño Meister
soportó sin tropiezo las restantes inyecciones, meras picaduras de la aguja
hipodérmica.
Y el muchacho
regresó a Alsacia y jamás presentó el menor síntoma de la espantosa enfermedad.
La rabia o hidrofobia es una enfermedad
animal que, a menudo, se trasmite por mordeduras de perros infectados que
desencadena síntomas muy cruentos en el ser humano, incluso la muerte. Pasteur
se puso a estudiar la enfermedad y, después de un trabajo considerable, produjo
la primer vacuna contra ella. Un hito sumamente importante ya que,
conocido el mecanismo de trasmisión y una estrategia para desarrollar vacunas,
desde entonces se produjeron estas para
muchísimas enfermedades. La viruela fue erradicada definitivamente en
1980 y muchas epidemias que en el pasado eran mortíferas se encuentran
controladas.
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…... En el Hospital
Trousseau subía a sesenta por ciento la proporción de niños que morían: pero no
está claro que los médicos tuvieran la segundad que toda la mortalidad fuese
debida a la difteria. El día 1° de febrero de 1894, Roux, el del tórax estrecho,
cara de halcón y gorro negro, entraba en la sala de diftéricos del hospital de
niños llevando frascos de su suero ambarino y milagroso.
En su despacho del
Instituto de la rué Dutot, con un resplandor en los ojos que hacía olvidar a
sus deudos que estaba condenado a muerte, permanecía sentado un hombre
paralítico que quería saber, antes de morir, si uno de sus discípulos había
conseguido extirpar otra plaga; era Pasteur, en espera de noticias de Roux.
Además, en todo París, los padres y madres de los niños atacados rezaban para
que Roux se diese prisa, conociendo ya las curas maravillosas del doctor
Behring, que, al decir de las gentes, casi resucitaba a los niños, y Roux se
imaginaba a todas aquellas personas elevando hacia él sus manos implorantes.
Preparó sus
jeringuillas y sus frascos de suero con la misma tranquilidad que había causado
el asombro de los ganaderos, años antes, con ocasión de los grandes días de la
vacunación antirrábica en Poully-le-Fort, Mertín y Chaillu, sus ayudantes,
encendieron la lamparilla de alcohol y se dispusieron a anticiparse a la menor
indicación de su jefe. Roux miró a los médicos impotentes y después a las
caritas de color plomizo, a las manitas que agarraban convulsivamente las
sábanas de las camas, y a los cuerpos que se retorcían para conseguir un poco
de aire.
Era un dilema
horrible. Quedaba por apurar otro argumento que el espíritu del investigador que Roux
llevaba dentro podía haber opuesto al hombre de sentimientos; podía haberle
preguntado: «Si no salimos de la duda haciendo el experimento con estos niños,
el mundo puede caer en la creencia de que dispone de un remedio perfecto para
la difteria; los bacteriólogos cesarán de buscar otros, y en años venideros
podrán morirse miles de niños que podían haberse salvado, de haberse continuado
una investigación científica tenaz».
Las jeringuillas
estaban preparadas; el suero penetró en ellas al tirar de los émbolos, y dieron
comienzo las inyecciones misericordiosas y tal vez salvadoras; cada uno de los
trescientos niños que entraron en el hospital en el transcurso de los cinco
meses siguientes recibió su buena dosis de antitoxina diftérica.
Afortunadamente, los resultados obtenidos justificaron al humanitario Roux,
porque aquel mismo verano, una vez terminado el experimento, dijo en un
Congreso al que asistieron médicos eminentes y sabios de todo el mundo:
—El estado general
de los niños a los que se aplica el suero mejora rápidamente. En las salas
apenas si se ven ya caras pálidas y plomizas: las criaturas están alegres y
animadas.
En el Congreso de
Budapest descubrió cómo el suero hacía desaparecer de la garganta de los niños
la membrana gris donde los bacilos al desarrollarse elaboraban el terrible
veneno; relató cómo descendía la fiebre bajo la acción del suero maravilloso, a
la mañana como una brisa que sopla por encima
de un lago refresca las calles ardientes de una ciudad. Aquellos hombres
eminentes, aquellos médicos famosos, hicieron a Roux una ovación inefable.
Y, sin embargo, de
cada cien niños tratados con el suero Roux morían veintiséis, a pesar de su
poder maravilloso. Recordemos, empero, que era un momento sensacional y que
Roux y el Congreso de Budapest no se habían reunido para ponerse al servicio de
la verdad, sino para discutir, para planear y para celebrar la salvación de
tanta vida. Concedían poca importancia a las cifras y mucho menos a los
objetantes molestos que censuraban con los números en la mano; se dejaron
arrastrar por la descripción de Roux de cómo el suero refrescaba las frentes
calenturientas. Además; Roux podía haber contestado a aquellos críticos
inoportunos: ¿Y qué, si muere el veintiséis por ciento? Recuerden ustedes que
en los años anteriores al tratamiento moría el cincuenta por ciento.
Pero
aunque la antitoxina no sea un remedio seguro, sabemos ya que los experimentos
de Roux y de Behring no han sido infructuosos……………
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